“Es de primordial importancia que la Argentina comience a hablar con una sola voz en las naciones del mundo. Y eso solamente puede lograrse a través de un programa de comunicaciones altamente controlado. (...) El Gobierno de (Jorge Rafael) Videla debe proyectar una nueva imagen progresista y estable a través del mundo (...) y una explotación exitosa de la Copa Mundial puede y debe ‘hacerla famosa a la Argentina’.”
Con esas palabras, la agencia de publicidad estadounidense Burson-Marsteller intentaba convencer a la Junta militar en un documento de 155 páginas de contratar sus servicios. La decisión ya estaba tomada: la dictadura buscaba “limpiar” su imagen, en medio de las denuncias que circulaban en todo el mundo a raíz de la violación sistemática de los derechos humanos en el país, y los comandantes de las tres Fuerzas Armadas ya habían determinado que la mejor manera de lograr ese objetivo era lanzar una campaña para contrarrestar los efectos de la “propaganda adversa” a nivel internacional.
El acuerdo se selló en secreto, en dos contratos diferentes, en junio de 1976. Uno por un monto de 1.100.000 millones de dólares, con la firma Comunicaciones Interamericanas S.A., filial de Burson-Marsteller en México, y otro con la empresa argentina Diálogo, con sede en Buenos Aires, por una suma de 1.000.000 millones, según consta en una serie de documentos que salieron a luz a partir del trabajo de la Comisión de Memoria Histórica de la Cancillería. A cifras actuales se trataría de algo así como 10 millones de dólares o aproximadamente 255 millones de pesos, según la cotización de la divisa al cierre de este artículo.
Los convenios fueron firmaron por Robert S. Benjamin, presidente de Comunicaciones Interamericanas S.A., y el vicepresidente de Burson-Marsteller, James Cassidy. En otro aparecen Horacio O’ Donnell, Héctor Alejandro del Piano y Eugenio Javier Arismendi por la compañía Diálogo. La primera se encargaría de la campaña publicitaria en Japón, Estados Unidos, Bélgica, Países Bajos, Colombia, Canadá y el Reino Unido; y la segunda en Brasil, Venezuela, España, Francia, Suiza, Alemania Occidental e Italia, en principio.
Para ese entonces, Videla ya había firmado el decreto número 960, fechado el 17 de junio de 1976, con el objetivo de “contrarrestar la acción psicológica emprendida por intereses y grupos extranacionales, dirigida contra el prestigio de la Nación Argentina”. Y Burson recomendaba que “los asuntos del terrorismo y de los derechos humanos” debían “llamarse a reposo” durante aquellos días si la Argentina quería “tomar una legítima posición en el mundo”. “Esto sólo puede ocurrir con un esfuerzo de largo alcance”, rezaba el proyecto presentado por la empresa en octubre de 1976.
Según un sondeo realizado por la agencia, entre más de 400 personas de unos ocho países de todo el planeta, la Argentina era “en gran medida un misterio”. “Poco se conoce sobre la nación en otras partes del mundo”, sostiene el informe entre sus conclusiones. Para Burson-Marsteller, el país debía pasar de esa imagen oscura a una mucho más amigable. “Muchos periodistas consideran al Gobierno como opresor y represivo, una institución militar que merece ser condenada y poco más”, sentenciaba.
Lo que ofreció la compañía estadounidense, a partir de ahí, fue un programa completo para incidir en la opinión pública internacional con la idea de “generar una sensación de confianza” en el país. La situación político-social y la violencia debían maquillarse meticulosamente a través de un plan que incluía a medios de comunicación, periodistas, escritores, celebridades, empresarios, consultores, embajadores, hasta agentes de viaje. “Los que influencian el pensar, las inversiones y los viajes”, explicaba la agencia.
Con esa idea de fondo, Burson trabajaba con el abecé de las relaciones públicas: “No hace falta hablar bien de uno mismo, sino que es necesario que otros hablen bien de nosotros”. Así, la empresa armó una lista completa de diarios, revistas y televisoras a las que contactar y otra de periodistas a los que era necesario invitar al país, para que “conozcan la Argentina, su gobierno, su economía, su gente” y luego informen de ello.
La nómina incluía a decenas de cronistas, editores y medios, según cada país. Aparecen Edwin Darby, del Chicago Sun-Times; Michael Frenchman, de The Times; Jill Carshaw, del Daily Mail; Jacobo Zabludovsky, de Televisa, entre otros. A cada uno de ellos se le tenía que dar un kit con materiales y folletos, “dos o tres de los últimos discursos del presidente”, organizarle almuerzos, paseos, visitas guiadas, invitarlos al Teatro Colón, ofrecerles viajes a cada una de las ciudades sedes, como para que “se sientan a gusto”.
Pero la estrategia de mostrar una Argentina en “paz” y “en tranquilidad”, mientras en las sombras las torturas, los asesinatos, los secuestros y las desapariciones se multiplicaban, no se limitaba a darles esa “experiencia personal” a cronistas de distintas partes del mundo; sino que se complementaba con la visita de editorialistas locales a aquellos países (Holanda, Bélgica, Canadá, Gran Bretaña, Estados Unidos, México, Italia, Francia) para que den su “testimonio” sobre la supuesta “realidad” argentina.
Antes de viajar, Burson-Marsteller se comprometía a instruir y preparar a aquellas personas elegidas para hablar, por ejemplo, sobre lo que había sido publicado en el exterior y lo que “realmente” sucedió acá. A propósito de esto, Abel Gilbert y Miguel Vitagliano cuentan en su libro El terror y la gloria, que la periodista de Gente Reneé Salas “recorría las redacciones de Paris Match, L’Express, Le Monde y Le Figaro ‘para conocer las razones que los llevan a publicar notas contra la Argentina y qué argumentos tenían’”.
La campaña de boicot a esa altura era cada vez más ruidosa en Europa y, como la forma de contrarrestar el aluvión de noticias que llegaban desde afuera no alcanzaba, el decreto 1871, del 26 de julio de 1977, colocó dentro del organigrama de la Cancillería al Centro Piloto de París, destinado a ser un nudo de inteligencia y de operaciones militares de los grupos de tarea de la Escuela de Mecánica de la Armada en Europa.
“Mientras Martínez de Hoz firmaba contratos con agencias de publicidad, lobbying y relaciones públicas, la Armada otorgaba poderes especiales al director general de Prensa y Difusión de la Cancillería, de donde dependía el Centro Piloto de París. Se trataba del capitán de fragata Roberto Pérez Frorio, que murió en condiciones de detención domiciliaria en 2013. El marino visitaba con frecuencia la ESMA y coordinaba el trabajo de los cautivos sometidos a servidumbre”, precisó el periodista Martín Granovsky en Página/12.
El problema de la dictadura en ese momento, sin embargo, seguía siendo que no encontraba los canales para avanzar hacia una transición política y ni siquiera se gastaba en intentarlo. Burson lo resalta y lo dice bien claro en uno de sus documentos en los que analiza las “implicaciones del terrorismo en las comunicaciones” de la Junta.
“Puede en realidad afirmarse que el terrorismo y la manera en la que la Argentina lo elimina son los únicos problemas que están de barrera entre el Gobierno de Videla y la aprobación del mundo libre”, hipotetiza la agencia, y agrega en su análisis: “La imagen desfavorable entonces se deriva ya sea de la conducta del Gobierno que causa el terrorismo (SIC) o de la manera en que el gobierno busca suprimirlo”.
Por eso, la empresa de comunicaciones norteamericana recomienda a la dictadura que debe demostrar que combate a las organizaciones armadas “sin infringir las libertades civiles básicas” y con “ecuanimidad”. También aconseja que, “llegado el momento, debe invitar a una comisión internacional para que visite la Argentina para investigar el terrorismo y el programa de gobierno para su detención”, que demuestre que los niveles de violencia han descendido.
En ese escenario, destaca, el Mundial es una oportunidad ideal hacia el futuro: “Dada la enorme cobertura de la Copa Mundial por los medios, especialmente la televisión, el acontecimiento ofrece a la Argentina una oportunidad única de presentar al mundo entero lo que para muchos será su primera visita del país, su gente y su modo de vivir”.
Videla compró todo el paquete y Argentina se subió a la campaña de Burson-Marsteller: se produjeron películas y cortos televisivos en color para resaltar las bondades de un país en paz y sin problemas; las calles se inundaron con afiches de obras y atracciones turísticas de Ushuaia a la Quiaca; las celebridades, como el multicampeón de la Fórmula 1 Juan Manuel Fangio o el Premio Nobel de Bioquímica Federico Leloir, acompañaban a Videla en sus giras; y la prensa gráfica regaba ríos de tinta para contrarrestar las notas del extranjero que hablaban de desapariciones y de crímenes de lesa humanidad.
El clima del Mundial sin dudas ayudó y el envión del fervor popular sirvió como caldo de cultivo para lanzar otra campaña que un año más tarde se popularizó bajo el lema “los argentinos somos derechos y humanos”, mientras la Comisión Interamericana de Derechos Humanos llegaba al país y constataba que entre 1975 a 1979 se habían cometido “numerosas y graves violaciones”, un golpe al corazón de la dictadura militar y un poco de transparencia, ya que la mentira comenzó a quedar al descubierto.