Con la muerte pisándoles los talones, aquellos días de 1978, hubo hombres y mujeres que fueron parte de la resistencia a la dictadura. Una resistencia silenciosa, sin grandes acciones y sin armas. Una resistencia por ahí no tan cinematográfica ni espectacular como la de las bombas o los bazookazos que golpeaban contra las comisarías y los cuarteles militares. Una resistencia con panfletos, pegatinas y pintadas. Una resistencia con lo que había. Una resistencia con lo que se podía hacer.
Ya habían pasado más de dos años del golpe militar del 24 de marzo de 1976 y el régimen comandado por Jorge Rafael Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti había arrasado con todo y dejado un tendal de muertos y desaparecidos en las calles. A partir del plan de exterminio aplicado por la Junta Militar, las organizaciones políticas, sociales, gremiales y estudiantiles habían quedado diezmadas. La gran mayoría había perdido a miles de “cuadros”, y con ello su capacidad de acción y respuesta.
La conducción de Montoneros hacía tiempo había optado por el exilio. Y en la Argentina habían quedado cientos de militantes sueltos, “desenganchados”, sin estructura, sin plata, sin recursos, sin refugio, prácticamente a la deriva. Muchos, con cierto orgullo, intentaban sostener su militancia con convicción y un compromiso inquebrantable con los “caídos”. Pero su principal preocupación pasaba por sobrevivir.
Francisco Rojas recuerda que “fueron duros” esos meses: “Vivía en José C. Paz y había tenido que abandonar mi casa. Los responsables de la zona habían caído durante un golpe comando en marzo del ‘78 y, por seguridad, levantamos todo. Estuve durmiendo varios días en la calle, en baldíos, obras en construcción, en el fondo de algunas iglesias. Hasta que un compañero me consiguió un lugar en Avellaneda.”
“El Negro”, como lo conocían en “la orga”, era uno de los encargados de la prensa. Tenía una máquina de escribir, “de esas Underwood”, una reliquia que heredó de su abuela, y un mimeógrafo prestado con el que imprimía los comunicados. Trabajaba de noche hasta tarde, con la radio prendida, para que los vecinos no escucharan el ruido de las máquinas. Al otro día salía a repartir los volantes por el barrio.
Las consignas tenían que ver principalmente con el Mundial, aunque también “había un apoyo a conflictos obreros en fábricas y empresas”, cuenta. Uno de los panfletos que circulaba por aquellos días en la zona sur del Gran Buenos Aires decía:
El Mundial ‘78 es una aspiración del pueblo y los Montoneros queremos que se haga. La dictadura pretende usarlo para decir al mundo “aquí no ha pasado nada”, pero hay gremios intervenidos, fueron anuladas las conquistas sindicales, hay miles de presos y secuestrados, la dictadura reprime ferozmente y asesina sin piedad.
Los textos denunciaban la situación político-social del país y se contagiaban del clima mundialista que se vivía en las calles. “Argentina campeón, Videla al paredón”, “Este partido lo gana el pueblo”, “Argentina 78, dictadura 0”, “Resistir es vencer” eran algunas de las consignas que se leían en aquellos papelitos de dos por tres, que llevaban el logo del Mundial y la imagen del “Gauchito Montonero”, una réplica de la mascota oficial de Argentina que iba vestido con un poncho y una lanza Tacuara.
La Comisión Especial del Mundial, desde México, había mandado hacer obleas, folletos de papel brillante y boletines que luego ingresaron al país de forma clandestina. La intención era mostrar “la Argentina real” que la dictadura quería ocultar y dar la imagen de que Montoneros todavía existía y que tenía presencia a nivel territorial. Durante esa campaña se invirtieron miles de dólares. Mientras, los militantes que habían quedado en el país no recibían nada, y tenían que arreglárselas por su cuenta.
Marisa Sadi, que por entonces era una joven de 20 años embarazada, relata en el libro La vergüenza de todos: “Nuestros problemas pasaban por subsistir. Buscábamos cosas para comer. En un momento unos compañeros asaltaron un camión de carne enlatada y nos pasábamos los días repartiendo volantes y comiendo paté. Nosotros no estábamos para los bazookazos. Las acciones militares las hicieron los que vinieron de afuera. A nosotros jamás nos dijeron nada y nos enteramos años después”.
Para los militantes que aún permanecían en el país quedaron las “tareas livianas”. Algunos habían recibido una circular interna de la organización que decía: “Cada compañero, un mimeógrafo en su casa”, que exhortaba a los militantes a fabricar un polígrafo casero para hacer volantes y repartir durante los días del Mundial.
Marisa recuerda que “con una panza enorme” agarraba los panfletos, se calzaba un fierro y se subía con su marido a los colectivos a volantear. “¡Están en pedo!”, les dijo Fernando Diego Menéndez, su jefe, apenas se enteró de eso, una vez que volvieron a engancharse en la estructura de “la orga”. “En el colectivo puede haber una cana, una mina que desenfunda en medio segundo y les mete un balazo en la frente.”
Ellos igual lo hacían. Un poco por inconsciencia y otro poco porque la idea de abandonar la lucha se tornaba imposible después de la caída de tantos compañeros. “La mayoría de la gente que quedó suelta hizo lo que pudo”, reconoce.
Pegatinas en los baños, en estaciones de trenes, pintadas en algunas paredes ocultas de noche y volanteadas sorpresivas fueron algunas de las acciones recurrentes. Las condiciones que imponía la dictadura hacían que cada actividad, por mínima que fuera, se transformara en una operación militar. Previamente se relevaba el lugar, se organizaba la aproximación, se calculaban los tiempos y se planificaba la retirada.
En otros casos la operación tenía otra dinámica: se dejaba una caja con un sistema de resorte accionado por reloj con temporizador que tiraba volantes por el aire, o se arrojaban panfletos desde alguna moto o un auto en centros comerciales, plazas o en los alrededores de los estadios y lugares con una gran congregación de gente.
El día del partido inaugural, a varias cuadras de la cancha de River, se organizó una volanteada que no contó con las medidas de seguridad recomendadas. Según cuenta Sadi en su libro Montoneros, la resistencia después del final, allí cayeron Celestino Omar Baztarrica, “Patricio”, y otros cuatro militantes de la Juventud Universitaria Peronista (JUP) de la facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Un día después los militares secuestraron a su novia, María Josefa Fernández, y al “Pelado" Ricardo Freire. El 3 de junio se llevaron de su domicilio de Caseros a Alicia Cristina Amaya, estudiante de Asistencia Social. Y cuando empezaron a sucederse las caídas, en la JUP sospecharon de la presencia de un infiltrado en la agrupación, de un supuesto exmilitante del Partido Revolucionario de los Trabajadores que un día había aparecido y concurría a las reuniones. Hoy, todos ellos se encuentran desaparecidos.
Con otra logística, a través de otro tipo de operaciones, también se hicieron tareas de propaganda para denunciar las atrocidades que sucedían en el país. Mediante cartas o encomiendas con remitentes e identidades falsas se repartieron panfletos y boletines de Montoneros a periodistas, delegaciones extranjeras y los seleccionados de fútbol.
El 6 de junio por la tarde llegaron a la concentración de la selección argentina, en la quinta Mi Dulce Refugio, de la Fundación Natalio Salvatori, panfletos refrendados por Montoneros “aparentemente dirigidos a César Luis Menotti, según indica un informe secreto de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
En el mismo documento, en el que se detallan los “atentados terroristas ocurridos en el mes de junio”, se da cuenta de que los días 14 junio y 15 de junio sucedió algo parecido en las instalaciones del Country Hindú Club, donde concentraban las selecciones de Italia y Francia. Llegaron publicaciones, revistas y panfletos por correspondencia.
“Gran parte fue interceptada por los efectivos de seguridad que se encuentran afectados en el lugar, y la que llegó a manos de integrantes de las selecciones en su mayoría fue destruida por ellos mismos”, dice el legajo 11.777 fechado el 28 de junio. Los sobres tenían como remitente a la Alianza Francesa Córdoba y a la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos. Otras cartas llegaban directamente desde el exterior.
La conducción de Montoneros había fijado para 1978 una política que implicaba la realización de acciones armadas y de propaganda de tal trascendencia que la dictadura militar no las pudiera ocultar. El reparto de panfletos, folletos, el envío de cartas fueron parte de esa estrategia que requirió un trabajo de hormiga y, claro, un impacto mucho menor que las bombas en las casas de generales. “Nuestra contribución fue menos estruendosa, de propaganda”, dice Rojas.
Así y todo, recuerda que en la zona sur, durante el Mundial, los trabajadores de Luz y Fuerza hacían sabotajes y cortaban la energía en distintas zonas y, en la oscuridad, los Montoneros aprovechaban y salían a pintar y volantear sin ser atrapados. “Fueron tareas chicas, quizá sin toda esa mística y ese discurso de hazaña que hoy se escucha en algunas historias de aquella época, pero a nosotros nos sirvió de mucho, para sentirnos que estábamos vivos entre tanta muerte y tanto horror”, cierra.