Le preguntan sobre sus recuerdos del Mundial 78 y Enriqueta Maroni se descubre en la cocina de su casa, llorando, mientras su marido, en el living, miraba alguno de los partidos de la Argentina. Enriqueta ya era una Madre de Plaza de Mayo para ese junio. Desde hacía poco más de un año lo era; desde el 5 de abril de 1977 más precisamente, cuando dos de sus hijos, Juan Patricio y María Beatriz, fueron secuestrados. “Yo llorando en la cocina le decía a mi marido ‘cómo puede ser que estén viendo el Mundial’. Si el dolor era tan grande”, reconstruye.
Enriqueta no es la única Madre de Plaza de Mayo que recuerda con angustia aquellos días en los que las calles de la Argentina, al igual que los estadios, se llenaron de papelitos y banderas celestes y blancas. Hoy, 40 años después, las que se sientan a rememorar aquellos tiempos aseguran que esos festejos en las calles, las imágenes de los dictadores gritando goles, su pose de anfitriones de un país que se llenaba de mundo, profundizaban el dolor que las colmaba desde el día en que habían dejado de saber de sus hijos e hijas, si tenían hambre, si tenían frío, si aún vivían.
Haydée Gastelú, por ejemplo, se refugiaba con su marido en la casa de campo que habían construido “con mucho esfuerzo” en la localidad de Monte, provincia de Buenos Aires. Ahí, donde sembraban, plantaban y sacaban yuyos, se instalaban “sin televisión ni radio ni nada: estaba prohibido el fútbol”.
A Vera Jarach, en cambio, le era imposible escapar de los goles, los resultados de los partidos, el avance del campeonato. Era periodista y trabajaba en ANSA, la agencia de noticias italiana, cuya redacción porteña quedó acaparada por el campeonato de la FIFA aquel invierno. Y Vera sufría. Le “molestaba” el interés de sus compañeros de trabajo, que no sabían que la dictadura le había secuestrado a su única hija, Franca, y que era una Madre de Plaza de Mayo. Ellos miraban los partidos del mundial por el televisor que había en la redacción, gritaban los goles, celebraban los triunfos “mientras había tanta gente como nosotros con tanto drama”. Se acuerda del Mundial 78 y aún evoca el día de la final en la redacción periodística: “Mis compañeros exultantes y yo llorando”.
Taty Almeida aporta condimentos al análisis. Aunque su hijo había sido secuestrado en 1975, Taty aún no formaba parte de Madres de Plaza de Mayo en aquel junio. Sin embargo, de esos días recuerda cierta “contradicción” entre “la pasión que enardecía a un país entero fanático del fútbol” y “el horror” del terrorismo de Estado. Taty no evoca con bronca los festejos partido tras partido, pero reconoce que “los milicos querían que ganáramos el Mundial, así se llevaban los laureles. Eso fue lo que se creyeron. Sí, fue impresionante en las calles, pero para nada cambió la memoria y ese pedido de justicia que hacíamos las Madres, Abuelas, Familiares” de las víctimas, asegura. “Pasó el Mundial, pasó la euforia y seguimos pisando con los pies sobre la tierra.”
La final terrible
Para Mirta Baravalle y su familia, el “dichoso” Mundial 78, como lo etiqueta irónicamente, fue “terrible”.
Ella y su marido, Ricardo, detestaban el ambiente de jolgorio que reinaba en el país a propósito del campeonato de FIFA. “Mi marido se quejaba: ‘Todos alegrándose y nosotros sin Ana, sin saber de ella’”, reconstruye. Desde agosto de 1976 no tenían información sobre el paradero de Ana María, su hija, quien había sido secuestrada el 26 de aquel mes junto a su marido, Julio César Galizzi. El secuestro de Ana María, que estaba embarazada, convirtió a Mirta en una de las 12 fundadoras de Madres de Plaza de Mayo y, también, en una Abuela.
Los padres de Ana María sufrieron todo el Mundial, pero Mirta recuerda especialmente el día de la final. Había convencido a Ricardo de que hiciera caso a la invitación del vecino y se fuera a su casa a ver el partido. Ella se quedó sola en la cocina de la casa, amasando unas galletas que sabía que a su esposo le gustaban. La Argentina le ganó a Holanda y empezaron los festejos. En eso, escucha a Ricardo que vuelve a la casa en la que vivían, en San Martín, pero se queda en la galería. “Era raro que no entrara a la cocina. Siempre venía para la cocina. Entonces lo fui a buscar”, relata. Halló a su marido caminando y frotándose el pecho. Le preguntó qué le pasaba y él le respondió que le fuera a pedir “a Doña María —una vecina— una de esas pastillas que se ponen debajo de la lengua”. Lo ayudó a acostarse y fue corriendo por la pastilla. Cuando regresó, Ricardo ya no reaccionaba.
Mirta llamó a los gritos a los vecinos, que a su vez se contactaron con su cuñado. Recuerda que intentaron comunicarse con un médico, con alguna ambulancia “pero nadie respondía, estaban todos celebrando el campeonato”. Entonces, su cuñado salió a la calle y empezó a agitar un pañuelo blanco hasta que un “camioncito tipo jeep, con una caja grande atrás” los llevó al hospital. Fue en vano, no lograron salvar a Ricardo. “En medio de toda la algarabía, los pitos, las matracas que se oían por todo el barrio, en medio de ese dichoso Mundial falleció mi marido”, revive la Madre fundadora.
Sacar provecho
Ese dolor, sin embargo, no las inmovilizó. Y en algo aprovecharon la llegada de jugadores y, sobre todo, de medios de comunicación extranjeros al país. Algunos no, pero muchos otros sabían que la Argentina sucumbía bajo una dictadura militar; hasta sus tierras habían llegado las denuncias de secuestros, de torturas, de desapariciones, de robo de bebés y de muerte en contra de los dictadores y sus cómplices civiles y eclesiásticos. También sabían del reclamo persistente de las “madres locas”, que daban vueltas en torno de la Pirámide de Mayo, en la plaza frente a la Casa Rosada, con pañuelos blancos en la cabeza. Muchos periodistas se acercaron a esas rondas y hablaron con ellas.
“Nosotras aprovechábamos”, dice Enriqueta. Su rostro, su voz, sus denuncias de secuestros y robos y destrozos en las casas de las víctimas del terrorismo de Estado, su exigencia por tener información no sólo sobre ellos, los y las desaparecidas, sino también de sus bebés. “Sabemos que nacen”, supo decirle, firme, a un periodista de la televisión holandesa.
Mirta también recuerda las visitas de la prensa extranjera a la Plaza y las entrevistas que pautaban con esos “periodistas del mundo” en bares y hoteles. Recuerda que aprovechaban “cada ocasión para acercar a quien sea las denuncias de lo que ocurría en el país”. En aquellos tiempos, las Madres, “aún de manera improvisada, hacíamos de todo para contar lo que nos estaba pasando. Nada era fácil en esa época. Sabíamos que de una manera y otra estábamos siendo vigiladas, pero lo intentábamos”, continúa. Una de las estrategias que después fueron emprolijando y organizando con el tiempo fue la de escribir cartas con los reclamos de información sobre los hijos e hijas secuestrados, sobre los nietos robados. Durante el Mundial 78 les escribieron cartas a los jugadores.