14 de junio de 1978. Mediodía. Graciela Palacio de Lois apura el paso para encontrarse con dos compañeras sobre la Avenida del Libertador. Ese día juega la Argentina, pero lejos de donde están ellas ahora. Las miradas están sobre Rosario, donde la selección nacional debe medirse con Polonia. Tiene miedo. En su cuerpo están repartidas decenas de papeles que denuncian que en el país se tortura, se asesina y se desaparece. Se encuentra con dos compañeras, Angela “Lita” Paolín de Boitano y con Liliana de Cristófaro. Aprovechan la marea que camina hacia el Estadio Monumental —la cancha emblema del Mundial 78— y se pierden entre la gente que va ese día a ver el partido entre Italia y Alemania. Ellas tienen otra preocupación: entrar, dejar los papeles, pegar unos adhesivos y salir con vida. Hace varios meses que saben que tamaña hazaña puede costarles muy caro. Aun así, no dudan: hay que denunciar a la dictadura que se llevó a los suyos.
Graciela había estado varias veces en la cancha de River Plate antes de ingresar a la carrera de Arquitectura en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Ahí conoció a Ricardo, un muchacho que había nacido en 1952 en Lanús y se había criado en Burzaco, donde jugaba al rugby en el club Pucará. Los dos militaban en la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Se habían casado en febrero de 1975. El hijo de Lita, Miguel Ángel, los había acompañado en el casamiento. El 15 de agosto de 1976, cuando Ricardo y Graciela ya sabían bien que los compañeros caían y no volvían, nació su hija María Victoria.
Lita pisó por primera vez una cancha junto a Graciela. Ella y su marido eran de Boca, pero nunca habían ido a ver un partido. Hija de italianos, se casó en 1951 con Miguel Ángel Boitano, que tenía doce años más que ella. El 16 de diciembre de 1952 nació Adriana, su hija mayor; Miguel Ángel, el 1 de enero de 1956. Los dos fueron a un colegio bilingüe italiano que estaba frente a la casa. Lita enviudó en 1968, cuando sus hijos todavía eran chicos.
A Miguel Ángel lo secuestraron el 29 de mayo de 1976. A Ricardo se lo llevaron de Belgrano el 7 de noviembre de ese mismo año. Graciela, que en ese momento tenía a su beba de dos meses y medio, arrancó la búsqueda que la llevó hasta el organismo que todavía integra, Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, que se había conformado en septiembre de ese año. Por testimonios supo que el destino de su marido no fue otro que la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), a metros de donde se encontró el 14 de junio de 1978 con sus dos compañeras. Lita inició la búsqueda de Miguel Ángel del brazo de su hija Adriana. El 24 de abril de 1977, Lita vio cómo dos hombres levantaron en andas a Adriana, la metían en un auto y corrían para entrar en otro coche que avanzaba con los focos prendidos. Ni el miedo le había quedado, sólo la entrega a la lucha.
Un partido propio
Las entradas las compraron con el dinero de exiliados que estaban fuera del país denunciando a la dictadura. Tenían el material: volantes y obleas, unos adhesivos que se ponían en la mano y se pegaban rápido para evitar ser detectados.
“Entramos como entraba cualquiera”, cuenta Graciela parada afuera de la cancha de River, a poco de cumplirse los 40 años del Mundial 78. “Fuimos baño por baño, piso por piso, grada por grada, dejando volantes y poniendo obleas. Si bien no veníamos a ver el partido, nos quedamos hasta el final para ver si la gente se llevaba esos volantes. Cosa que no sabemos porque por razones de seguridad, de miedo, la gente no lo hizo abiertamente”, relata.
“Pocos detalles podemos dar porque fue bastante estresante, porque teníamos miedo, nadie lo va a negar —reconoce Graciela—. Sabíamos que las canchas estaban llenas de gente de los servicios o de las fuerzas armadas, que controlaban lo que estaba pasando. Fue una cosa más de todo lo que hicimos durante estos años.”
Buscar mientras otros gritan los goles
Lita se fue a vivir con sus padres después del secuestro de sus dos hijos. Graciela volvió a la provincia de Buenos Aires a la casa de su familia después de que un grupo de tareas se llevara a su marido.
“El Mundial tapó muchas cosas. Creo que los triunfos de la Argentina ayudaron mucho para que la gente se olvidara”, dice Graciela. “Nosotros éramos la campaña antiargentina, no era cierto lo de los desaparecidos ni lo de los presos políticos, estábamos obrando contra el gran Mundial. Para nosotros no era ningún clima festivo, ni nos interesaban los resultados del Mundial”.
Los familiares se sentían caminar a contramano por un país que había decidido sacar a las calles un fervor nacionalista que anestesiaba cualquier sufrimiento mientras los banderines celestes y blancos se agitaban en casi todos los rincones del país.
“Lo que tengo grabado, y no olvidaré hasta el último día de mi vida es el día que se ganó el Mundial”, dice Lita Boitano afuera del Monumental. “Cada uno de nosotros, los familiares de los desaparecidos, reaccionó como pudo ese día. Muchos no salieron de sus casas. Yo estaba sola. Era viuda. No tenía a mis hijos. Dejé a mis padres y me fui a caminar porque era la única forma de ver la reacción y desahogarme”, cuenta. Llegó hasta la avenida Santa Fe. “Estaba llena de gente y de toda esa algarabía. Yo, llorando. Fui sola. Pensaba que por ahí perdidamente podía escuchar la palabra ‘desaparecidos’. La verdad es que tuve miedo de decirla yo. Realmente fue algo tristísimo.”
Graciela cuenta que su papá veía los partidos, aunque el Mundial no era para ellos lo mismo que para el resto del barrio. Después del triunfo de la Argentina, ella —que siempre supo que el Mundial servía para tapar el drama de los desaparecidos— compró un librito de Clemente. “Si bien Ricardo jugaba al rugby, no era un hincha fanático del fútbol, pero sí de San Lorenzo. Lo compré, dije: ‘Si algún día aparece, se lo muestro’. Era una forma de autoengañarse.”