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Es inevitable: ¿cómo interpretar las manifestaciones espontáneas de júbilo que inundaron las calles de Buenos Aires tras los partidos de Argentina en 1978? Toda apuesta de interpretación es conjetural: las entrevistas a participantes en los festejos están marcadas por el tiempo, que en la historia argentina significa estar atravesados por la conciencia de la dictadura. No hay informante que pueda evitar esa marca: recordar los festejos significa inmediatamente acotaciones del tipo “no sabíamos lo que estaba pasando”, “nos usaron”. Los textos de la época, dominados por la censura y la autocensura, no ofrecen ninguna garantía. Como uno de los pocos elementos disponibles está el hecho de que las manifestaciones no se politizaron, no vivaban a Videla: salvo un grupo de estudiantes secundarios el día siguiente de la final, que se dirigieron a la Plaza de Mayo y reclamaron la presencia del dictador, no hay en los festejos ninguna marca que permita suponer un desplazamiento de lo futbolístico a lo explícitamente político. En su libro Fuimos campeones, Ricardo Gotta sostiene que en la Plaza no había más de 6.000 estudiantes, una cifra mínima.

Videla saluda a un estudiante que se movilizó a Plaza de Mayo (AR_AGN_DDF)

¿La dictadura no se celebró en las calles ni en los estadios? Hace dieciséis años, escribí esto como afirmación: hoy prefiero preguntármelo. Es cierto que apenas dos años más tarde el dictador Viola fue celosamente silbado en el estadio de Rosario Central. Pablo Llonto ha afirmado que Videla fue aplaudido cada vez que era nombrado en los estadios: pero no dice “ovacionado”. Osvaldo Bayer, en Fútbol argentino, afirma que fue abucheado: ninguna fuente lo respalda. Para Bayer, los festejos funcionarían como una manera de recuperar la calle como espacio público, como el espacio clásico de la política argentina del que la sociedad ha sido desalojada por la fuerza, y que reconquista con astucia. La lectura de Bayer es seductora, pero no hay nada que permita demostrarla: es pura interpretación, e incluso contrainterpretación histórica, ya que la cobertura periodística contemporánea al Mundial —o el film La Fiesta de todos— cabalgó sobre la visión de una sociedad que celebraba armónicamente la fiesta y la victoria.

La espontaneidad de los festejos (no hubo ningún tipo de convocatoria, ni oficial ni mediática) es un dato cierto para interpretar. Los actores parecerían haber leído rápidamente una fisura en el control, e instituyeron así un mecanismo doble: la reocupación del espacio público, y el autoreconocimiento en una multitud (la primera vez, vale recordarlo, desde antes del golpe militar). Las manifestaciones, asimismo, diseñaron recorridos múltiples, no se limitaron al centro urbano (el Obelisco) y sus adyacencias: ocupan espacios barriales, como el Parque Patricios.

La propia guerrilla Montoneros había defendido la realización del Mundial 78, negando su carácter alienante por la tradición del fútbol argentino:

“El escenario futbolístico en Argentina, lejos de servir como mero instrumento de distracción a las masas populares, ha sido en muchas ocasiones caja de resonancia del descontento social. Esta misma dictadura ha visto cómo las grandes multitudes de los estadios, movidas por una genuina pasión deportiva, han sido capaces también de expresar su pasión política en estribillos que condenan a la minoría en el poder” (Movimiento Peronista Montonero–Consejo Superior, “El Movimiento Peronista Montonero Frente al Mundial 78”, México, 1º de marzo de 1978, p. 1).

Tanto Llonto como Gotta recuperan esta información: frente al boicot preconizado por los grupos autónomos de exiliados, la conducción montonera habría privilegiado su realización invocando el carácter popular del fútbol, negando su carácter alienante. Ambas fuentes desarrollan, además, una serie de acciones de la guerrilla que ocurrieron durante el Mundial, como forma de propaganda: atentados localizados con lanzacohetes Energa, entre ellos uno contra la puerta de la Escuela de Mecánica de la Armada; volanteos en medios de transporte; interferencias radiales sobre las transmisiones deportivas para lanzar proclamas montoneras. La idea era conducir políticamente ese júbilo popular, bajo el slogan “Argentina Campeón, Videla al paredón”; la apuesta era por un relajamiento represivo gracias a la Copa que permitiera trabajar sobre el sentimiento popular. Esta lectura es otra muestra más de la incapacidad de análisis de la conducción montonera, que venía cometiendo un error tras otro por lo menos desde la muerte de José Ignacio Rucci en 1973.

Revista Somos, 30 de junio de 1978.

Pero lo cierto es que toda la discusión gira en torno del tema de la alienación y la manipulación de masas. Tenemos información suficiente en un sentido, que el libro de Llonto afirma militantemente: nadie puede dudar (y está largamente probado) que la dictadura y sus aliados usaron el Mundial para manipular, esconder, desviar, celebrar, como cortina de humo, como opio de los pueblos, por un lado, y como operación popular de establecimiento de un nuevo consenso. Pero nadie puede demostrar la eficacia de esa operación, salvo la ilusión de los propios actores: Llonto recupera afirmaciones del último dictador, Reynaldo Bignone, afirmando que la dictadura debería haber llamado a elecciones inmediatamente después del Mundial, para aprovechar ese consenso. Para Bignone, obviamente, la operación fue exitosa y habrían ganado esas elecciones gracias al éxito deportivo. Y sin embargo, no hay modo de probarlo: salvo que entendamos que la prensa sofocada por la censura o militantemente adicta, o los “artistas populares” que filman La fiesta de todos en 1979, o los locutores que convocan a festejar, un año después, el Mundial Juvenil de 1979, son una representación definitiva de ese consenso, de la eficacia de esas operaciones pretendidamente manipulatorias.

Hay aquí dos reglas generales que establecer: la primera, que toda la clase dirigente argentina —latinoamericana— está absolutamente convencida de la eficacia del fútbol como mecanismo manipulatorio, y decidida a utilizarlo en consecuencia. La segunda: que nadie ha podido probar esa eficacia; que no existe en la historia deportiva de la galaxia una ecuación “causa=efecto” entre el éxito deportivo y el éxito político. Ni siquiera el Mundial de 1978, aunque tanto lo parezca. La dictadura no duró más por el éxito —deportivo— de 1978 ni cayó por la derrota —deportiva— de 1982. Eso no nos absuelve de tantas vergüenzas.