El tiempo transcurre pesadamente esta tarde de junio. El reloj está por marcar las siete. Miro a través de la ventana de la casa en la que he estado recluido casi tres meses, desde el día de mi fuga de la Mansión Seré. Trato de avistar algún rezagado apresurándose a llegar a su casa antes del comienzo del partido. Hoy, 21 de junio de 1978, la selección argentina juega contra Perú por un lugar en la final del campeonato del mundo. Para lograrlo no basta con ganar. Necesita además hacerlo abultadamente.

Siete y cuarto. Comienza el partido. Lo escucho por radio. Inicio con nervios, los minutos pasan y la Argentina no logra quebrar el cero. Pero, de pronto, en el minuto veinte, consigue abrir una grieta en la defensa peruana. El primer gol allana el camino y disipa la ansiedad. La selección anota seis goles y consigue el objetivo. Fin del partido. La Argentina jugará una final de la Copa del Mundo por primera vez desde 1930.

Vuelvo a la ventana, mi habitual puesto de observación en las últimas semanas. En Mansión Seré también miraba la vida transcurrir desde la ventana de mi cuarto. Soñaba con volver a estar en la calle. Ahora nadie me impide salir. Pero aún sigo prisionero.

De pronto, irrumpen enfervorizados en el cuarto los dueños de casa.

—¡Estamos en la final!— grita el hijo mayor.

—Sí, la selección fue una máquina— confirmo con algo menos de entusiasmo.

—¡Vamos a salir campeones!— vaticina el padre de la familia en un tono que intentaba

ser profético.

—Va a haber una concentración de gente en el Obelisco para festejar el triunfo.

Preparáte, salimos en media hora— dice el joven dirigiéndose a mí.

—¡Yo de aquí no me muevo!— respondo intentando bromear.

El silencio que sigue a mi respuesta confirma que la propuesta es en serio. No era ésta la primera vez que mis anfitriones intentaban hacerme recuperar la confianza proponiendo al menos dar una vuelta por el barrio. Pero yo siempre me negaba. Temía toparme con alguno de mis captores. La probabilidad de tal encuentro en una megaciudad como Buenos Aires es ínfima. Pero el miedo no entiende razones.

Ésta es sin embargo una situación diferente. No se trata sólo de mi temor. Me pregunto también si es correcto salir a la calle a celebrar un triunfo deportivo bajo un régimen dictatorial que mantiene secuestrados a miles de ciudadanos. Muchos lo harán por desconocimiento. Yo no tengo ese dudoso privilegio. Sé por propia experiencia del mundo clandestino y oculto que existe detrás del espectáculo futbolístico. Dudo, entonces, además de todo lo que temo.

—Vamos, ¿estás listo?— pregunta el joven asomando la cabeza dentro de mi cuarto.

Me levanto de la cama pesadamente, como si mi cuerpo no estuviera en sintonía con mi deseo. El padre recoge su abrigo y se encamina con nosotros hacia la puerta exterior, en donde espera un grupo de vecinos que también se han sumado al plan. Me dejo empujar hacia la vereda, en un acto manifiesto de entrega a la decidida voluntad de mis acompañantes. No sé qué hacer. Dejo entonces que decidan ellos.

Caminamos unos cien metros hasta la parada y nos subimos al colectivo. Bullen en mi interior sensaciones diversas. Después de más de medio año, estoy ahora circulando nuevamente por las calles.

El colectivo está repleto de pasajeros, todos con un mismo destino. Veo pasar calles y lugares que relaciono con hechos vividos antes de mi secuestro. Me hace feliz reencontrarme con ellos. El encierro que ofrece el vehículo me da seguridad.

Al cabo de cuarenta minutos, llegamos a Plaza Congreso. Hacemos el resto del camino a pie. Las calles que llevan al Obelisco están bloqueadas por las fuerzas de seguridad. A medida que avanzamos, se van sumando grupos con banderas y bombos que corean el “¡dale, campeón!”.

Finalmente desembocamos en la Plaza del Obelisco y nos sumergimos entre la gente. Continúan los cánticos. Estalla el éxtasis colectivo. La multitud salta en medio de un mar de ondas blanquicelestes. Miro continuamente, de manera obsesiva, a mi alrededor. Me siento expuesto a la mirada de todos. ¿A qué distancia estarán ahora mis captores? Seguramente no muy lejos.

De pronto, en medio del festejo futbolístico, se oye una voz metálica que lanza una consigna: “¡ABAJO LA DICTADURA!”.

Cómo si el resto de la multitud hubiera estado esperando esa señal, se escucha entonces un coro de voces que grita con rabia y determinación: “¡Abajo! ¡Argentina! ¡Argentina!”.

Y así, dejándome llevar por el festejo masivo, me puse a gritar junto a todas esas voces contra la dictadura, y también el “¡vamos, campeón!”. Y por los desaparecidos.

Sentí entonces, sorpresivamente, que no sólo el miedo había desaparecido.

También las dudas.

Esa noche de fines de junio de 1978 sentía que era de nuevo un ciudadano pleno de mi país y el mundo. Festejé también, convencido, la victoria del equipo nacional.

Y sentí que todos, juntos, habíamos iniciado ahora el camino hacia el final.