Ahí donde uno volaba de palo a palo y otro se escabullía para dejar una señal. Ahí donde uno intentaba que no lo descubrieran mientras el otro buscaba llegar al pico máximo de trascendencia. Ahí donde todo parecía olvidarse durante 90 minutos. Donde las sensaciones se mezclaban al compás de una pelota. Ahí están de nuevo. Son los mismos protagonistas, pero a la vez son otros. Justo cuando al Pato se le cristalizan los ojos, a Lita se le dibuja una sutil sonrisa maternal que enternece. Y el círculo empieza a cerrarse.
“Éramos 25 millones de argentinos festejando. Y nosotros, los jugadores, también. Después, cuando pasó el tiempo y llegó la democracia, empezamos a saber todo lo que había pasado. Yo empecé a sentir vergüenza. Siento mucha vergüenza porque me doy cuenta de que se usó esa enorme gesta, la gloria de salir campeón del mundo, para seguir secuestrando, torturando y matando gente. Me da vergüenza decir que fui feliz porque fui campeón del mundo”, admite Ubaldo Matildo Fillol.
A 40 años del Mundial 78, Papelitos reunió en el estadio Monumental al arquero campeón del mundo junto a Angela “Lita” Paolín de Boitano, madre de dos hijos detenidos-desaparecidos, y Graciela Palacio de Lois, quien sufrió la desaparición de su marido durante la última dictadura cívico militar.
“Nos queda pedir perdón”, sentencia el Pato. “A las Madres, a las Abuelas, a todos los familiares de los desaparecidos. Creo que todavía estamos a tiempo, muy, muy a tiempo de reivindicarlos. Tomamos conciencia de lo que pasó, de la alegría del triunfo y de la tristeza de que murieran de esa manera nuestros compatriotas. Hay una canción de León Gieco que se llama ‘La memoria’ y dice una frase que me quedó marcada. Dice: ‘Cuando el fútbol se lo comió todo’. Y fue eso. Esos treinta días que duró la Copa del Mundo... Y nosotros creíamos que defendíamos al país.”
Graciela Lois reconoce que los familiares de desaparecidos arrastran “una ambivalencia tremenda”, y al rebobinar la cinta se encuentra con esas escenas. “Me acuerdo que mi viejo no se perdía los partidos y yo ni los miraba porque en lo único que pensaba era en la desaparición de mi marido. Mi hija, con dos años, se ponía delante de la pantalla y decía ‘Mario Kempes’. Uno lo vivía con tristeza por saber que con el Mundial 78 se estaban tapando muchas cosas. Lamentablemente en ese momento nuestra voz no se escuchaba. Mi marido estuvo secuestrado acá nomás, en la Esma, desde donde se escuchaba el griterío de los partidos.”
Fillol les cuenta a Lita y a Graciela la realidad de aquel plantel argentino. Que su esposa estaba embarazada de Nadia, que ahora tiene 40 años, y que casi no tenían comunicación durante el certamen. En la quinta de José C. Paz, donde se concentraba la Selección, había un solo teléfono —“de esos negros, grandotes”— y cuando permitían, muy de vez en cuando, la visita de los familiares montaban un operativo de seguridad extremo.
“Mi esposa venía de Quilmes a José C. Paz. Quizá algún sábado o domingo nos podían visitar. Teníamos discusiones feas con los custodios porque no dejaban entrar los autos, los hacían estacionar enfrente. Y les revisaban todo. Ellos nos decían que era por ‘el terrorismo'. Que querían cuidarnos, que tenían miedo de que hubieran puesto una bomba”, relata el arquero, que por ese entonces tenía 27 años y jugaba en River.
Lita y Graciela vivían su realidad paralela. Sufrían en medio de una fiesta. Intentaban encontrar la manera de ser escuchadas dentro de una puesta escena preparada especialmente para ignorarlas. Cada paso que daban lo hacían con el miedo de poder seguir el camino de sus familiares detenidos y desaparecidos. Así entraron al Monumental el 14 de junio de 1978 y, mientras jugaban Italia-Alemania, fueron dejando en los baños una serie de panfletos que denunciaban la detención y desaparición de sus seres queridos.
“Lo bueno es que no sentimos odio. Porque el odio nos hace mal”, aclara Lita. Y con Fillol a su lado interpreta las diferentes sensaciones de aquel momento: “Lo que vos decís, Pato, forma parte de la memoria, de la verdad y de la justicia, que es lo que buscamos. Ustedes en ese momento estaban luchando como profesionales por el país, sentían orgullo. Yo me lloré todo el día de la final. Y al mismo tiempo para nosotros fue una tragedia. Cada uno reaccionó como pudo. No organizamos nada, cada madre hizo lo que pudo. Muchos de los presos nos cuentan que vieron el partido en las cárceles y, dentro del horror, también se alegraron. Yo salí sola. Empecé a caminar por la calle Santa Fe hasta Plaza San Martín en medio de la gente que vivaba. Lloraba por dentro. No tuve el coraje de decir nada”.
El paso del tiempo fue agregando información en la cabeza de Fillol y de tantos argentinos. Y sirvió para tomar real dimensión de varios instantes que habían sido relegados al olvido y ahora salen a la luz para cerrar heridas.
Como aquel día de 1979 en el que llamaron al padre del Pato para decirle que su hijo debía firmar el contrato de renovación con River porque si no iban a desaparecer ambos. O cuando Carlos Alberto Lacoste lo amenazó de muerte cara a cara.
“Un día me llamó Lacoste, sacó un revólver y lo puso arriba de la mesa. Me dijo ‘si quiero yo te hago desaparecer y nadie se entera’. Yo era un pibe y no entendía nada. Con el tiempo decís ‘la pucha, me podría haber matado’. En ese momento no me entraba en la cabeza. Fue muy doloroso. Me lo guardé muchos años. Y ahora puedo decirlo. ¿Y por qué no lo voy a decir? ¿Por qué? ¿Quién me va a quitar el derecho a mí de decir lo que me pasó?”.