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Hacía poco tiempo había cumplido los 20 años cuando la trasladaron a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el enorme predio enclavado en la elegante Avenida del Libertador, casi en el límite entre la Capital Federal y la zona norte del Gran Buenos Aires. Miriam Lewin llevaba alrededor de diez meses ganándole la partida a la muerte. Un grupo de hombres de civil la había secuestrado el 17 de mayo de 1977 en el partido bonaerense de La Matanza. La subieron a un Falcon bordó y la llevaron a una comisaría, donde fue torturada. Después, a una casona que dependía de la Fuerza Aérea en la calle Virrey Cevallos, en pleno centro porteño y a unas pocas cuadras del Departamento Central de Policía. Allí tenía poca compañía: estaba en una celda de aislamiento, donde lo único que escuchaba era a un represor que le leía La Biblia o una radio que sonaba a todo momento.
—Faltan 230 días para el Mundial.
—Faltan 229 días para el Mundial.
El dial sintonizaba Radio Rivadavia y Miriam escuchaba la ansiedad con la que el relator José María Muñoz tachaba los días para el Mundial 78. “Con la campaña infame que hacía ese personaje desgraciado para el periodismo deportivo argentino —dice Lewin a poco de cumplirse 40 años del campeonato de fútbol—, ya me daba cuenta de que el Mundial era muy importante para la dictadura.”
A fines de marzo de 1978, la sacaron de la casa de la calle de Virrey Cevallos para llevarla a la ESMA. La ubicaron en el sector denominado “Capucha”, donde apilaban a los secuestrados. Estuvo unos días allí. Al tiempo, le dijeron que iba a tener que “trabajar”, que iba a tener que realizar tareas como mano de obra esclava de la Marina. Según relataron sobrevivientes y probó la Justicia, en la ESMA algunos detenidos fueron seleccionados por sus capacidades para realizar tareas destinadas a apoyar el proyecto político del comandante de la Armada, Emilio Eduardo Massera, o labores de mantenimiento y reforma del edificio para esconder sus crímenes.
“Dos o tres meses antes del Mundial ya se nos manifestó que teníamos que trabajar con ese objetivo, desde esa especie de usina que habían armado con mano de obra esclava dentro del campo de concentración”, relata.
Como había estudiado cine, su primer lugar de “trabajo” dentro de la ESMA fue la “Huevera”. Era una oficina montada en el sótano del casino de oficiales de la ESMA que recibía ese nombre porque sus paredes estaban revestidas con cartones de huevos para aislar el sonido. Allí se hacía la producción audiovisual con la que la dictadura se proponía contrarrestar la “campaña anti-argentina” en el exterior y que se difundía principalmente desde el Centro Piloto de París.
Al tiempo, le tocó subir al sector de oficinas que la Armada había montado en el tercer piso del mismo edificio. Le decían la “Pecera” porque eran unos cubículos transparentes que permitían ver a los prisioneros sometidos a trabajo esclavo como si fueran “pececitos”. Allí pasó a integrar el equipo de prensa, que tenía que tres tareas básicas: hacer recortes de prensa, confeccionar notas para medios controlados por la Marina o con nexos directos y traducir artículos que se publicaban en otros países sobre la dictadura argentina.
“Cuando se aproximaba la época del Mundial 78, empezaron a sugerirnos que las ‘colaboraciones’ que hacíamos con estos medios de prensa amigos versaran sobre el espíritu de unidad o la naturaleza maravillosa de la idiosincrasia argentina”, relata Miriam. “No recuerdo quién había caído enfermo de mis compañeros de cautiverio, ‘pseudoperiodistas’, y me pidieron que hiciera un texto que hablara de la proximidad del campeonato, de la fe en la victoria. Me dieron indicaciones acerca del espíritu nacionalistoide y medio fascista que debía tener ese texto”.
La chica cumplió con lo ordenado por los represores. Escribió a máquina el texto, lo puso en un sobre de papel madera y el papel salió de la ESMA en manos de un motociclista que lo llevó directo a Canal 13. “Prendimos el televisor que teníamos en la Pecera —recuerda— y pude escuchar en la voz de Sergio Villarruel ese editorial escrito por una chica detenida-desaparecida en la Escuela de Mecánica de la Armada.”
Villarruel era una de las caras más prestigiosas del periodismo televisivo. Después del golpe de Estado de 1976, mantuvo su trabajo en Canal 13 —que pasó a depender directamente de Massera—, pero sólo se dedicó a leer cables que venían de la agencia oficial. “Calculemos que Sergio Villarruel venía de cubrir el Cordobazo en 1969. O sea, hasta eso llegaban los militares: hasta a obligar a un periodista respetado, forzarlo a leer un editorial sin cambiarle una coma, un editorial de dudosa procedencia.”
Terminado el Mundial, Miriam siguió secuestrada en la ESMA. Recuperó su libertad en 1979. Con el tiempo, se convirtió en una de las periodistas de investigación más reconocidas del país. Uno de sus trabajos llevó a que en noviembre de 2017 la Justicia reconozca y condene la fase final del exterminio en la ESMA: los vuelos de la muerte, cuando prisioneros adormecidos eran arrojados al mar. Trabajó en democracia en el mismo canal que en dictadura leía los editoriales que ella escribía mientras estaba secuestrada. “Siempre me pregunté cómo este gran impacto no mató mi vocación —dice—, al ver los resortes y las ligazones del poder represivo militar con los rostros más respetados del periodismo en aquella época.”