Aún no se ha escrito la Historia Universal de la Infamia de la prensa mundial. Buena lección recibiríamos los argentinos y las argentinas cuando llegase el turno del capítulo “Mundial 78”.

Es que el desempeño de nuestro periodismo en aquellos días fue delincuencial en los términos de la responsabilidad penal de los civiles en tiempos de la dictadura.

Si en algún momento la prensa argentina colmó su cuota de obsecuencia, de encubrimiento y de abrazo político a los genocidas fue durante el maldito junio de  1978.

Sabemos que un solo periodista argentino cuestionó la realización del Mundial. Fue un periodista deportivo que, para suerte de algunos militares, murió semanas antes del partido inaugural. Dante Panzeri, fallecido el 14 de abril de 1978, mantuvo el cuestionamiento a la realización de la Copa del Mundo en la Argentina fundamentando sus críticas sólo en el derroche de dinero que vaciaría las arcas estatales.

Tanta razón tuvo que seis años después del campeonato, cuando el fiscal de Investigaciones Administrativas Ricardo Molinas quiso averiguar cuánto había costado el Mundial 78 llegó a la conclusión de que era imposible saberlo. No encontró balances generales, ni papeles; sólo caos. La Argentina dictatorial había consumado un “viva la pepa” mundialista que llenó de millones los bolsillos de siempre: del poder económico, mediático y militar.

Volviendo a los periodistas, un nombre y un apellido se ganaron el lugar de la deshonra y el oprobio para siempre. José María Muñoz, conocido como “el Relator de América”, no hizo otra cosa que alentar la exaltación del orden y el trabajo del gobierno de facto de Jorge Rafael Videla para señalar, en cada momento que tuvo en Radio Rivadavia, que la organización y el triunfo en el Mundial 78 eran producto de un país “derecho y humano”.

Pero como Muñoz hubo unos cuantos. Miles. Millones. El discurso “muñozista” florido en locuciones y pensamientos que hacían hincapié en “tenemos que demostrarle al mundo que la Argentina es tierra de paz”, “vamos a demostrarle al mundo que aquí no suceden las cosas que de nosotros dicen en Europa”, avanzó desde todas las redacciones, radios y canales de TV del país.

Las secciones dedicadas a la política vernácula de los medios nacionales y provinciales tomaron el Mundial como bandera propia y las principales plumas y dueños del micrófono lo usaron para despotricar sobre quienes formulaban denuncias sobre la represión y el genocidio en el país.

La segunda cara famosa después de la de Muñoz era la de Bernardo Neustadt, dueño de la pantalla política en aquel momento gracias al beneficio del monopolio que le entregaban sus amigos Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti.

Neustadt fue comentarista de los partidos de la selección en Radio Nacional y en la semana martillaba con su Tiempo nuevo, programa al que llevaba a los principales amparadores de la Junta Militar asesina. Así, en pleno Mundial 78, entrevistaba al excanciller de los Estados Unidos Henry Kissinger y lo alentaba a criticar a los medios internacionales que hablaban de los campos de concentración en la Argentina. Aquí, una muestra del estilo Neustadt de 1978:

Neustadt: —El New York Times publica, previo pago, solicitadas de Montoneros. Con eso informa a la opinión pública de los Estados Unidos y me imagino que también al gobierno. Una importante editorial argentina quiso publicar ocho páginas en L’Express y Paris Match sobre la realidad argentina. Y no se lo aceptaron, aunque también pretendían pagarle. ¿Kissinger, qué pasa con la prensa en el mundo?

Clarín tenía en su comando a Joaquín Morales Solá, el cronista tucumano preferido del general de la muerte, Antonio Domingo Bussi, quien lo había recomendado desde Tucumán para que manejara la sección más importante del diario de Ernestina Herrera de Noble. En los tiempos de la Copa, Morales Solá supervisaba la columna de análisis semanal donde se escribía, tras la inauguración del Mundial:  “Los argentinos tuvieron la oportunidad de ver al presidente Videla en su primera experiencia multitudinaria e improvisó, cosa difícil para quien no hizo de la tribuna su profesión, un breve discurso, y siguió la línea conciliadora y pacifista habitual del mandatario”.

La Nación y Editorial Atlántida, que contaba con Samuel “Chiche” Gelblung como militante pro-videlista, secundaban a Clarín en las andanzas del estímulo genocida. Otro de los negacionistas del terrorismo de Estado en 1978 era Jorge Fontevecchia, hoy líder del multimedio Perfil y quien cuarenta años atrás había sido designado por su padre, el dueño de la editorial, como director de la revista La Semana. Para el jovencito Fontevecchia las cosas se contaban en el formato “Carta abierta a un periodista europeo”: “Y, por favor, no nos venga a hablar de campos de concentración, de matanzas clandestinas o de terror nocturno. Todavía nos damos el gusto de salir de noche y volver a casa a la madrugada. Vivimos desarmados. Y eso ocurre en Sudamérica. Aquí todavía no asesinamos a los ‘colonos europeos’. No se confunda con Zaire o Angola. Somos tan orgullosos que ni siquiera se nos ocurrió llamar a los cubanos para que nos auxilien”.

Nunca se sintieron más cómodos los militares y los grupos de tarea multifuerzas que en aquellos tiempos del Mundial. La sociedad toda recibía y repetía el mismo discurso confiada en la honestidad de un periodismo al que tiempo después se le caería la careta. ¿Una careta? No, fueron miles de caretas. Unas cuantas, cuarenta años después, siguen en escena, como si nada. ¿No es cierto, Mirtha Legrand?