Mario Ramón Jofré tenía apenas 19 años cuando los represores de la dictadura lo atraparon en el Centro de Prensa del Mundial 78 que se había instalado en el edificio del Jockey Club en pleno centro de Córdoba. Fascinado con la idea de compartir las imágenes de los partidos con periodistas extranjeros, Mario simuló ser uno de ellos farfullando el escaso portugués que había aprendido de compañeros brasileños que habían llegado “por un intercambio del Rotary” a su colegio secundario en San Luis.
“Era un domingo de la semana de mayo. Yo estaba estudiando para el ingreso a Economía en la Universidad (Nacional de Córdoba). Vivía en barrio Alberdi con mi hermano mayor que ya estaba en Agronomía y se había ido de fin de semana a las sierras. Yo no fui, pero salí a caminar y llegué hasta el centro. Ahí ví toda la gente afuera del edificio, las camisetas de los equipos y fui sorteando los servicios de vigilancia. Cuando logré entrar, me puse a ver la televisión. Habré estado unos diez minutos cuando se me acercaron dos personas. Una de ellas punzándome la espalda, me dijo: ‘Te venís con nosotros’. Ahí empezó todo”.
Todo fueron más de 45 días de cautiverio, torturas y terror, “más todos los años del trauma que me quedó a mí y a mi familia por lo que me pasó”. La voz de Mario suena segura en el relato, pero se le agolpan las palabras cuando, todavía, intenta explicar que “no tenía participación política en nada, me agarraron por una travesura tonta. Cuando me largaron, todos me miraban con esa cara de algo habrá hecho. Sufrí mucho eso. Y mi familia también. Quedé hipersensible. Otros compañeros, con militancia, creo que pudieron soportarlo mejor”.
-¿Qué pasó a partir de que esos dos hombres te llevaron?
-Me metieron en un cuarto donde había tres hombres de civil. Uno de ellos a mí me resultó conocido. Era de San Luis. Lo había visto. Mucho después supe que era Bruno Laborda (uno de los imputados en el Megajuicio La Perla-Campo de La Ribera). Yo lo miraba a él y le decía que había sido una chiquilinada de mi parte, que me dejaran ir. Ellos me interrogaban, que con quién había venido, de qué organización era, esas cosas… Yo me desesperé, pero este Laborda dijo que él cumplía órdenes y me subieron a una Renoleta. Hicimos unas cuadras y me tiraron en la parte de atrás y me pusieron mi campera de jean en la cabeza.
Mario recordó que le temblaba el cuerpo entero, “no daba más de miedo. Yo no tenía conciencia de lo que había sido el golpe de Estado, nada. Era muy pibe de provincia”. Los hombres “de civil” lo llevaron cerca del Parque Sarmiento, donde funcionaba el Batallón 141. Ahí “me tranquilicé cuando ví militares. Pensé que estaría a salvo… Pero no, todo empeoró”. Los interrogatorios fueron más duros. Incluso lo llevaron al patio, lo pusieron de rodillas y le hicieron un simulacro de fusilamiento: “Me martillaron cuatro o cinco tiros con un arma descargada, pero yo sentía el martillazo en el cráneo. Tiritaba como un papel, lloraba como un chico. No podía creer lo que me estaba pasando. Me golpearon”.
Horas después lo arrojaron a la parte trasera de un Unimog, maniatado, tabicado. La víctima, que hoy tiene 58 años, detalló que a mitad del camino abrieron la caja del camión y tiraron una persona que me cayó encima. También estaba atada. Esta persona jadeaba, se quejaba de dolor. Yo no iba solo. Había más gente y también soldados. El destino común fue lo que se conoce como “La Escuelita” o “La Perla Chica”: una serie de edificios de estilo colonial en la zona de Malagueño, a la izquierda del viejo camino a Carlos Paz.
“Ahí me tenían solo siempre vendados los ojos y acostado en un colchón que tenía un relleno como de alfalfa o el pasto que comen los animales. A la noche podía sentir los autos en la ruta, pero también los gritos terribles de la gente, hombres y mujeres que torturaban, ladridos de perros, disparos. A mí me sacaron varias veces y me pasaron electricidad en las encías, en los genitales, me pateaban la cabeza… De todo eso me quedó el tabique nasal desviado, dos hernias inguinales, trastornos psicológicos, pesadillas… A eso, a no saber si te van a matar, no se lo puede cuantificar… Me sacaban al baño una vez por día. Me tenía que aguantar. En esas veces alcancé a ver gente que estaba tirada como yo, como resignada. También me torturaban diciéndome que si no hablaba, mi familia estaría peor de lo que ya estaban. Que la estaban pasando mal”.
--¿Supiste si te buscaban?
-- No, yo estaba incomunicado. Pero mi familia afuera hacía lo que podía. Tenía una tía que trabajaba en el Arzobispado de San Luis, y ella le pidió al obispo, Monseñor (Juan Rodolfo) Laise, que averiguara por mí. Él era paciente de mi primo Víctor Luján, que era odontólogo. Laise le dijo a mi papá que yo estaba vivo. En Córdoba, me buscaba mi hermano. Cuando él volvió de su fin de semana, se dio con que yo estaba desaparecido. Vio que había tipos rondando el departamento y los encaró. Hasta agarró por la solapa a uno y no lo soltó hasta que le dijo que yo estaba detenido.
A más de un mes del secuestro, la intervención del obispo fue clave: junto con un militar de San Luis, citaron “un lunes” al padre de Mario y le dijeron que “estaba con vida y que en 48 horas yo iba a estar en libertad. Y así fue”.
Mario tiene memorias del frío y de la humedad del encierro. De su desesperación y del hambre: “Nos daban una sopa con un hueso. Sólo una vez me dieron un mate cocido... Pero en los últimos dos días me trataron bien. Comí pan con queso y fiambre”.
Durante el Megajuicio en Córdoba, cuando dio su testimonio ante el Tribunal en octubre de 2014, Mario resaltó: “Un día o dos antes de liberarme me sacaron al patio para tomar sol. Me dijeron que estaba muy blanco… Ahí me sacaron la venda y vi a la primera persona en todo ese tiempo: una chica que tenía una pollera y estaba en cuclillas. Era muy joven. Como yo, tal vez un poquito más. Estaba como perdida. Ella ni me miró. Estaba como entregada. No sé su nombre. Sólo recuerdo que tenía tez blanca, pelo negro, rulos. Se la llevaron. Parece que la estaban tratando bien como a mí. Pero estaba deteriorada, sin bañarse, demacrada, triste ida”.
Uno o dos días después me subieron a un Unimog y me abandonaron al costado de la ruta”. Y allí los represores repitieron el modus operandi que utilizaban para los liberados: “Un militar con voz de jerárquico me dijo que contara hasta cien y que sólo después se sacara la venda y comenzara a caminar”. Y claro, la orden de olvidarse todo “para siempre”. Que no le contara nada a nadie lo que había padecido.
“Era mediodía. No sabés lo que es sentirse libre al fin… -- dice, y la voz se le anuda aún cuatro décadas después--. Estaba tan sucio, en tan mal estado, que nadie me quería levantar. No me había bañado en todo ese tiempo. Debía ser horrible verme... Como nadie paraba, me puse en el medio de la ruta y un camión no tuvo otra que parar. Le dije a ese hombre que yo era inofensivo, que por favor me llevara a Córdoba. Me dejó subir y me dejó en el centro. Ahí me tomé un colectivo sin un peso para pagar. No tenía plata. Pero se ve que al chofer le dí lástima y me llevó a mi barrio sentado en el primer asiento sin preguntarme nada”.
Mario Jofré se alivia de que su padre no le recriminó nada. “San Luis era una sociedad muy chica, éramos unos 60 mil y nos conocíamos todos. Que me hayan detenido era una mancha terrible para la familia. De sospecha. Pero me apoyaron. Y yo preferí quedarme y estudiar en Córdoba. Superar el miedo... Pero me volví desconfiado de todo y de todos. Fue durísimo recibirme. Tardé como nueve años”.
Yo no desaparecí
A diferencia de la mayoría de las víctimas que atestiguaron sobre lo padecido durante la represión apenas llegó la democracia, el tiempo interno de Mario fue más largo. “Mirá, había querido dejar atrás todo eso para vivir. Pero un día de 2004 estaba en un bar y en un diario de San Luis y en el Página/12 salieron los reclamos que hizo Bruno Laborda. Esos en los que decía lo que había hecho durante la dictadura y que encima no lo habían ascendido. ¡Y hablaba de mí! No me nombraba, pero decía que detuvo a un estudiante de San Luis que estaba desaparecido y que tal vez estaba hecho pedacitos en las Salinas de La Rioja. Ahí es cuando salté y dije que ¡ése era yo y que estaba vivo!”.
La denuncia de Mario Ramón Jofré, con la asistencia de la abogada María Elba Martínez, decana en derechos humanos en Córdoba, fue radicada el 28 de junio de 2004 en el Juzgado Federal 3 de Cristina Garzón de Lascano, y ante la fiscal Graciela López de Filoñuk.
El detonante fue una nota de doce fojas fechada el 10 de mayo de ése año, en la cual el entonces teniente coronel Guillermo Bruno Laborda se quejaba ante el Jefe del Ejército, Roberto Bendini, de que no había sido ascendido a pesar de todo lo que había hecho durante la represión liderada por Luciano Benjamín Menéndez. En el escrito Laborda detalló “hechos que no figuraban en su foja de servicios ni en ningún otro documento escrito”. Pensaba que tal vez por desconocerlos, sus superiores no lo habían promovido ni aumentado su sueldo.
Decidido a revertir lo que consideraba una injusticia, Laborda contó con precisión casi quirúrgica, crímenes atroces. Entre esos "actos de servicio", que no eran otra cosa que delitos de lesa humanidad, sobresalían el fusilamiento de una joven (Rita Alés de Espíndola) que había parido una beba pocas horas antes de que un pelotón a cargo de Laborda la acribillara “con veinte balazos”, arrodillada, en camisón “y con los ojos vendados". Según el represor, “fue condenada a muerte debido a su probado accionar en actos de sabotaje en el desarrollo del Campeonato Mundial de Fútbol 78”. Laborda describió que “su traslado al campo de fusilamiento de la Guarnición fue lo más traumático que me tocó sentir en mi vida. La desesperación, el llanto continuo, el hedor propio de la adrenalina que emana de aquellos que presenten su final, sus gritos desesperados implorando que si realmente éramos cristianos le juráramos que no la íbamos a matar, fue lo más angustiante y triste que sentí en la vida y que jamás pude olvidar”.
Tanto Laborda como su colega Ernesto “Nabo” Barreiro -- que le escribió al dictador Jorge Rafael Videla el 30 de abril de 1977-; se autoincriminaron de propio puño y letra. Tal era la sensación de impunidad de los represores al mando del genocida Luciano Benjamín Menéndez, a cargo de la represión en Córdoba y nueve diez provincias argentinas.
Laborda no podía desconocer que había violado derechos humanos, que había cometido crímenes de lesa humanidad. Ya se había recibido de abogado cuando en su nota a Bendini detalló “el haber participado activamente y en conjunto con todos los Oficiales de mi Unidad en el año 1979, en la remoción de los cadáveres enterrados en el Campo de la Guarnición Militar Córdoba, producto todos ellos de las denominadas “Disposiciones finales” (…) en esos años, el efecto en el alma, en el espíritu y en la psiquis de todos los que, sin preparación alguna para este tipo de tareas, recogíamos durante días enteros los desechos de hombres y mujeres y que con la participación de personal especializado y maquinarias del B (Batallón) 141, se procedía a compactarlos en recipientes para luego esparcir estos, en minúsculos pedazos, en una salina próxima a la ciudad de La Rioja, no tiene una medida racionalmente establecida mensurar el impacto psíquico producido a todos los que nos consideramos cristianos”.
En el caso de Mario Ramón Jofré, Bruno Laborda pensó que era un desaparecido más arrojado a esas fosas comunes de los campos de La Perla que él mismo desenterró. Que sus huesos, “del tamaño de una moneda”, como los describió el represor Héctor Pedro Vergez, viajaron compactados en alguno de los tachos de 20 litros que terminaron esparcidos en la salinas riojanas para que desaparezcan para siempre. “Seguramente su cadáver o lo que queda de éste –escribió Laborda-, sea hoy un pedacito más dentro del desolador panorama que caracteriza a las salinas riojanas”.
Mario no volvió a reencontrarse cara a cara con el represor. Laborda murió de un cáncer en julio de 2013 durante el desarrollo del Megajuicio La Perla- Campo de La Ribera; y la víctima declaró recién en octubre de 2014.
Apenas un adolescente cuando fue atrapado “por la inexperiencia o inmadurez propia de su juventud”-- según admitió el propio genocida en su reclamo de 2004--, Mario Jofré tuvo el coraje para señalarlo y dar testimonio sobre lo padecido cada vez que se lo han solicitado.
“He hecho mi vida: tengo trabajo, soy padre, abuelo, ese es mi mejor logro”. Pero todavía queda camino para recorrer en el tema. El hombre cierra la entrevista con un reclamo “que es mío y de muchos: no he podido lograr una reparación económica del Estado. Sí tuve la satisfacción de la Justicia, de cerrar ese círculo. Pero un Estado que se volvió terrorista debe reparar a sus víctimas. En este o en cualquier gobierno. No se trata de una dádiva. Es una reparación aquí y en cualquier país. Eso es lo que aún espero y que no me cansaré de reclamar”.