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En 1978 durante la Copa del Mundo yo era prosecretario de redacción de la revista El Gráfico. No recuerdo en absoluto cómo fue que me anticiparon que iba a tener que entregarle un trofeo, medalla o lo que haya sido, al capitán de la selección holandesa. Pero es evidente que estaba pactado de antemano, dadas las muy fluidas relaciones que Editorial Atlántida mantenía en ese entonces con los genocidas.
Salto al momento: el árbitro italiano Sergio Gonella pita el final, Argentina 3 - Holanda 1. Ovación, festejo, jugadores argentinos abrazados, el abrazo del alma al Pato Fillol... Yo permanecí sentado en esa especie de pupitre metálico que se les ofreció a los periodistas. A mi lado creo que estaba Héctor Vega Onesime, director de la revista, pero no podría asegurar que haya sido él quien me acercó el objeto y me dijo que podía ir bajando.
En ese momento yo no estaba experimentando ninguna emoción. En todo caso ese lugar de la emoción lo ocupaba un vacío, una nada o una negación. Algo así.Bajé las escaleras de River sin apuro. Sólo sabía que en el salón central de la confitería del estadio Monumental iba a aparecer (“a aparecer”, sí, fue escrito sin pensarlo) el capitán de la selección holandesa, Ruud Krol, minutos después de haber perdido la final del Mundial.
Cuando llegué, el salón estaba repleto de personas, hombres todos, no recuerdo a ninguna mujer, que se movían como hormigas, entrando o saliendo. Con el tiempo, en mi mente todos parecen policías de civil.
No sé cuántos minutos estuve parado en medio de esos movimientos con el premio entre las manos. De pronto, en uno de mis giros buscando encontrar al premiado me topé con la figura de Krol. El capitán alto, corpulento, rubio y con cara de culo. Tenía a derecha e izquierda a dos tipos que lo acompañaban, evidentes custodios.
Yo no hablo inglés, de modo que no había comunicación posible. Pero lo que tampoco había era voluntad de hablar. Cuando lo vi estiré los brazos, él recibió el presente, giró y se fue. Hice lo mismo hacia el lado opuesto en busca del remis que me devolvería a la redacción. Eso fue todo.
Casi como en un cuento de ficción, ahora recuerdo que yo tenía un breve discursito que me habían dado desde la dirección de la revista. Una obviedad como decir “la revista El Gráfico le entrega esta medalla…” etcétera. No lo dije. Lo que digo ahora es que el recuerdo de esta banalidad rodeada por el mal es tan triste y siniestra como cuando ocurrió.