La conquista de la Copa del Mundo en 1978 siempre estará manchada por la sangrienta dictadura militar. Bastará con recordar que mientras se jugaban los partidos en el Monumental, a pocas cuadras de ahí se torturaba a los detenidos en la Escuela de Mecánica de la Armada. Sin embargo, aquel plantel merece un reconocimiento por el logro deportivo, que realmente fue enorme.
A mí me tocó estar en el Mundial 74 en el estadio de Gelsenkirchen, donde se enfrentaron Holanda y Argentina, y tal vez por eso se me hace más clara la comparación con lo que vendría después. Todos sabíamos de antemano en Alemania que no había ninguna chance. De un lado un equipo seguro de sí mismo, versátil, agrandado. Del otro, un rejuntado de entusiastas futbolistas que en algunos casos actuaban en puestos que no eran habituales, con tres entrenadores que no se ponían de acuerdo entre sí.
Más allá del resultado final (4-0) fue un paseo de la Naranja Mecánica. Nos trituraron. La sensación que se tenía estando ahí era que los tipos hacían los goles cuando querían y cómo querían. Fueron cuatro, pero pudieron ser ocho, diez, el número que quiera. La Argentina casi no se arrimó hasta el área de enfrente, que parecía estar a kilómetros de distancia.
Cuatro años después de aquel papelón, un equipo argentino llegaba a la final del Mundial, con otros nombres y con una idea totalmente distinta.
El trabajo de César Luis Menotti, que había asumido la dirección técnica poco después del Mundial de Alemania, alcanzaba su punto máximo: se llegó a la final, con chances concretas de lograr el título frente a los que hasta ahí se presentaban como los mejores. Y la Argentina ganó merecida y legítimamente ese partido.
Cuatro años después de aquella pesadilla de Alemania, se hizo realidad el sueño del título mundial. Casi todos los que habíamos estado en Gelsenkirchen nos dábamos por satisfechos simplemente con haber llegado a la final, cuatro años después. Lo que va de la humillación al orgullo.