Nada tuvo que ver su reciente fallecimiento con el paso a la inmortalidad, pues a fuerza de gambetas, goles y humildad, hace décadas se había ganado un lugar privilegiado en la eternidad. Justo él, que nació en la pobreza y que cuando descubrió algunas facilidades optó por el sacrilegio de rechazar todo tipo de privilegio. Para muestra, basta una acción, previa al Mundial 2014 que compartió con La Garganta: “¿Un hotel? Ni ahí, yo me quedo a vivir con ustedes en la favela de Brasil”, dijo, y nos volvió a conquistar, sumándose a nuestra cobertura futbolera, popular y villera.

Wing derecho incontrolable, dentro de la cancha y también en la parranda, su ciudad de nacimiento no podría haber sido otra que La Banda, en Santiago del Estero. En su pago, empezó a forjar su alma de puntero y su esencia solidaria: “Con mis piernas, viejita, quiero sacarte de la malaria”. Desde pibe, también soñó llegar a un Mundial, y tanto lo anheló que torció el destino, cuando en Holanda 74 brilló como figura y goleador argentino. No fue todo: jugó un segundo y lo ganó, acá, justito hace cuarenta años, entre crímenes, daños y perjuicios, que el terrorismo de Estado ejecutó para empujarnos al peor de los precipicios.

Desde el primer día, la dictadura que azotó a la Argentina durante casi ocho años usó al deporte en general, y al fútbol en particular, como aliados estratégicos para concebir sus planes macabros y demagógicos. De hecho, el 24 de marzo de 1976, los militares sacaron provecho de un amistoso que jugaron Argentina y Polonia en el Viejo Continente, para anestesiar la mente de la gente: todo, a excepción del partido y los comunicados de la Junta Militar que había derrocado al gobierno de María Estela Martínez de Perón, fue levantado de la radio y la televisión. El conjunto nacional venció 2 a 1, y el Hombre Casa anotó un gol que no sirvió para paliar la desazón de ningún modo: “Esa misma noche nos enteramos del Golpe y lloramos todos”, aseguró René.

En 1977, un año antes de iniciarse el Mundial que a la Argentina ya le estaba significando un gasto sideral, regresó a su villa del Bajo Belgrano tras una gira con el seleccionado. Apesadumbrado, vio a su hogar convertido en escombros: su tierra, sus tiras y su adolescencia habían sido arrasadas por la perversidad de Osvaldo Cacciatore, el entonces Intendente de la Ciudad. Esa imagen quedó guardada en lo más profundo: “Los militares y sus topadoras arruinaron mi mundo y el de muchas personas que quería. Me destruyeron por dentro. Ésa fue la más dolorosa historia de mi vida”.

René Orlando Houseman, uno de los integrantes del plantel argentino campeón en 1978.

Sin embargo, ni el más amargo desarraigo lo llevó a alejarse de su barrio: “Cuando los milicos borraron la villa, la llevé a mi vieja a una cuadra de donde vivíamos, porque allí estaban mis vecinos, mis amigos. No podíamos ni queríamos separarnos de todo eso, porque así como ellos no se olvidaron de mí, cuando yo era un don nadie, yo no me olvidé de ellos, cuando me tocó ser René Osvaldo Houseman”. Gran hermano, hermoso ser humano, esposo eterno y padre de Jésica y de Diego, nunca renegó de sus orígenes ni alimentó su ego. Y a cada invitación de La Poderosa para visibilizar algún derecho incumplido, le pegaba un botinazo al olvido y allí siempre estaba él, sin poner ningún pero, pese a su dolor de cadera: “Soy un villero, y eso seré hasta que me muera”.

En el Monumental, el 25 de junio de 1978 se convirtió para siempre en campeón mundial, aunque aquella consagración nunca lo hizo feliz: “El 78 no me gusta recordarlo por lo que pasaba en el país”. Días antes de levantar el trofeo y minutos después de clasificar a la final del torneo, tras derrotar a Perú por 6 a 0 en un resultado tan sospechado como estrafalario, el genocida Jorge Rafael Videla ingresó al vestuario a saludar a todos los jugadores: “Ni había escuchado rumores. Desde que lo supe, sentí mucho asco por darle la mano a Videla. Preferiría cortármela, ahora mismo”, confesó, sin eufemismo.

En su segunda y última Copa también jugó seis partidos, y su único gol se lo marcó a Perú en la goleada. “Les juro que no sabíamos absolutamente nada.” Todos los integrantes del plantel sostienen esa versión hoy en día: “Estaba tan tapada la situación, que ni siquiera nos percatábamos de lo que sucedía. Vivíamos aislados, al punto que cuando fui descubriendo el ocultamiento de la verdad, de los secuestros, de las desapariciones y de los asesinatos, me dolió un montón”.

Ídolo de Excursionistas y de Huracán, querido y respetado por todas las hinchadas, en 1979 empezó a caerle la ficha de la desdicha que aniquilaba a la Nación: “Fuimos a Francia con la Selección y allí nos cruzaron mujeres exiliadas a gritarnos: ‘Traidores, hijos de puta’. Creíamos que eran francesas disfrazadas de argentinas, que nos estaban jodiendo, no entendíamos un carajo”, recordó como el peor ultrajo que alguna vez recibió.

El escrache en Europa significó el prólogo a la constatación de a quién le había dado la mano un año atrás, patrón de la dictadura más voraz. “Meses después, supe que habían desaparecido a un primo de mi mujer, militante del Partido Comunista. Y, aunque al principio creíamos que se había exiliado en Paraguay, luego nos enteramos que había estado a 15 cuadras de mi casa, en la ESMA, de donde no volvió nunca más.”  

A casi la misma distancia de la Escuela de Mecánica de la Armada, el mayor centro clandestino de detención, también se emplaza la cancha de River. Allí, a decir verdad, la euforia por el título se lo comió todo. O casi todo, en realidad, porque no existe campeonato mundial, ni prestigio, ni gloria, que a un villero como Houseman le pueda borrar la memoria y confundir al corazón: “Si hubiera sabido lo que ocurría, habría renunciado a la selección”.

¿Loco? Ni un poco.