“Ellos apostaban a quedarse en el poder. Lo del Mundial 78, que el equipo de fútbol gane, les vino muy bien pero no les alcanzó. Así que se largaron con lo del Canal del Beagle con Chile. ‘Ahora hay que ganar el Mundial del Beagle’, decían. Y después con la Guerra de Malvinas... Y ahí les llegó el fin”, sintetizó Héctor Kunzmann, uno de los diecisiete prisioneros que logró sobrevivir al campo de concentración de La Perla, por el que pasaron y desaparecieron más de 2.500 personas.
“Ya para esa época no éramos muchos en el campo —cuenta Kunzmann—. A un grupo se lo habían llevado de rehén, por si pasaba algo durante los partidos, al campo de concentración de La Ribera. A los demás nos dejaron en La Perla y nos sacaban a lanchear al Estadio. Eso era una tortura aparte: te llevaban a los partidos para que señales gente, conocidos (eso significa el término lancheo en la jerga de los represores). Y si no los señalabas, ellos estaban atentos para ver si alguien se te acercaba y te saludaba. Si eso ocurría, al pobre lo agarraban y lo llevaban a La Perla”.
—¿Recordás qué pasó cuando te llevaron?
—Sí, era el partido entre Escocia y Perú. Hasta me acuerdo el resultado: ganó Perú 3 a 1. Me llevaron con mi pareja de entonces, Mirta Iriondo. Nos llevó Gino Padován (el represor Orestes “Gino” Padován). Todo era angustiante: querías ser invisible para que nadie te viera, que no se te acercara ni saludara nadie. Eso era lo espantoso de los lancheos: el terror de que algún amigo, algún conocido del barrio, o de la militancia cayera sólo por saludarte. Por suerte para nosotros no pasó. Todos estaban viendo el partido. Me acuerdo de que nos llevaron en un Dodge 1500 sacado del garaje donde me hacían arreglar los autos que conseguían (de las fábricas automotrices de Córdoba o robaban en las calles, según declararon varios testigos durante el Megajuicio La Perla-Campo de La Ribera).
La construcción de los cinco edificios de los que se compone el campo de concentración y exterminio de La Perla estuvo ligado, en cierta forma, a la elección de Córdoba como una de las subsedes del Mundial 78. Los militares, además del Estadio del “Chateau Carreras”, ordenaron la construcción de una autopista que conectara la ciudad de Córdoba con Carlos Paz: dar buena imagen al mundo era tan prioritario, como desmentir lo que ellos y la prensa cómplice bautizaron “campaña anti- argentina”.
Según revelan en su libro “La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración”, la escritora Ana Mariani y el periodista Alejo Gómez Jacobo, las empresas Caruso S.A. y Vimeco S.A. se hicieron cargo de las obras. Carlos Caruso, uno de los constructores, les detalló que “la autopista se construyó parte en terrenos donados por el Tercer Cuerpo de Ejército (que estaba a cargo del genocida Luciano Benjamín Menéndez) y parte en terrenos privados que se expropiaron a la altura del acceso a Alta Gracia”.
La construcción arrancó desde Córdoba hacia Carlos Paz. “El ´acuerdo´con Vialidad Nacional, contrato mediante, incluyó como compensación por la cesión de los terrenos del Ejército la construcción de “una casita” sobre el costado derecho de la ruta (…) metros después del puente que lleva a Malagueño”. La casita en cuestión, terminó siendo La Perla.
Años después, tanto Caruso y otros ingenieros como Carlos Pez de Vimeco, coincidieron en que “ese lugar fue una compensación por los terrenos cedidos por el Tercer Cuerpo. Estaba dentro del contrato que firmamos en 1972. Un edificio que administraría todo el campo de la guarnición”. Y se despegaron: “Después… que le hayan dado otro fin los militares…”.
No sólo ellos deslindaron responsabilidades. O no quisieron ver. Cualquiera que haya vivido en Córdoba durante la dictadura cívico-militar y que haya pasado cerca de La Perla en esos años, sabía que allí ocurrían “cosas terribles”. Que si pasaban en auto cerca no debían detenerse, “o el centinela abrirá fuego”.
Volver de las sierras, tras un domingo de campo, tenía el aditivo de la elección del camino de regreso: por la autopista donde estaba La Perla; o por el Camino a La Calera, donde estaban los edificios de tejas rojas y los pinares del Tercer Cuerpo de Ejército. En cualquiera de los dos casos, había que disminuir la velocidad y, si ya había oscurecido, encender las luz interna del auto para que los soldados pudiesen ver a todos quienes viajaban. Había que quedarse muy quietos hasta que se salía de la “zona militar”.
Recuerdo a mi papá tenso, inclinado sobre el volante de su Renoleta 4S, cuando tras las armas largas y los cascos de “los milicos”, luego de atravesar la zona militar, nos decía a los cinco pequeños que éramos: “Ya está, chicos, ahora ya se pueden mover”. Y apagaba la lucecita al lado del espejo retrovisor. Una luz que para nosotros, inmersos en un Estado armado, significaba que mientras nos vieran desde afuera si algo no les gustaba, nos podían disparar.