Goool. Gritan. Palmean al compañero. Se miran a los ojos y se ríen. La vista queda fija en el televisor que pusieron en una esquina del pasillo. ¡Argentina campeón! De nuevo, los gritos. Apoyan los pies contra el frío piso del pasillo. Hacen fuerza para levantarse. Se escuchan el sonido metálico de los grilletes que les sujetan los tobillos. De sus cabezas cuelgan los “tabiques”, unos antifaces que volverán a taparles los ojos tan pronto como el capitán Daniel Passarella bese la copa ese 25 de junio de 1978.

Tras la victoria, el siniestro orden volvió al Banco, el centro clandestino que entre 1977 y agosto de 1978 funcionó en Camino de Cintura y la Autopista Ricchieri, en el partido bonaerense de La Matanza. Los represores agarraron los autos y se fueron a festejar. Los detenidos que habían sido elegidos para ver el partido volvieron a las celdas. Cuando regresaron de las calles, les contaron cómo habían sido los festejos, cómo era esa realidad a la que ellos no podían volver y sólo miraban por el televisor instalado en la esquina de uno de los dos pasillos de celdas.

Mario Villani no recuerda si él mismo gritó alguno de los tres goles que ese día marcó la Argentina frente a Holanda. Tampoco está seguro si alguno de sus captores le dijo “ganamos, ganamos”. Es probable. Hacía más de un mes que los señores de la vida y de la muerte en el Banco habían decidido que algunos de los detenidos-desaparecidos y los guardias podrían ver los partidos y compartir la “felicidad nacional”, como relata Villani en su libro Desaparecido: memorias de un cautiverio.

La llegada al infierno

18 de noviembre de 1977. Villani sale de su casa en Parque Patricios. Se sube al Fiat 600 que tenía por entonces. Hace unos metros a contramano, se para en un semáforo. Hacía calor y tenía la ventanilla baja. Tres autos lo rodearon, uno se lo cruzaron delante de su coche. Diez hombres con vaqueros y armas se bajaron a la carrera. Por la ventanilla, uno metió un arma y le apuntó directo a la cabeza. “Bajate".

La primera parada fue en el Club Atlético, el centro clandestino que funcionó en Paseo Colón y Cochabamba hasta diciembre de 1977. En ese momento mudaron a los prisioneros —entre los que estaba Villani— al Banco, que era una casa estilo chalet con una parte de la construcción nueva y otra antigua. Estando en la celda, uno de los represores le pidió a Villani que le arreglara una radio. No dudó. Lo hizo. Arreglar el aparato le permitía poner la cabeza en otra cosa. Al tiempo, los pedidos empezaron a caer por doquier. Le empezaron a traer herramientas y descubrió que eran sus propias herramientas: las habían robado.

Juan Antonio del Cerro, “Colores”, apareció en el “taller” de Villani en el centro clandestino y le pidió que le arreglara la picana.

—No puedo. No se trata de que no pueda por una cuestión técnica; lo que pasa es que no puedo arreglar un instrumento de tortura— le dijo el prisionero.

—¿No podés? Está bien, de aquí en adelante voy a torturar con variac— le respondió el represor, y así lo hizo.

El variac era un transformador más potente que la picana, y dejaba en coma a quienes lo sufrían. Villani se negó por una semana, pero al ver el estado en que salían las víctimas de Colores, le dijo que iba a arreglarla. Lo hizo, pero le bajó la potencia.

Cuando llegó el Mundial 78, Villani tenía varios televisores en “su taller” dentro del centro clandestino. Eran parte del botín de guerra de los represores. Había que arreglarlos. Así que le ordenaron construir una tarima alta de madera donde poner uno de los aparatos.

Cada uno de los partidos que jugó la Argentina durante el Mundial, los represores abrieron las celdas de algunos de los prisioneros y les permitieron ver los partidos junto con los guardias. El staff de secuestradores y torturadores seguía los encuentros desde otro sector del campo de concentración.

Las picanas se apagaban y los golpes cesaban cuando el árbitro hacía sonar su silbato. Cuando el partido terminaba, la maquinaria volvía a ponerse en movimiento. Si la Argentina perdía —como lo hizo contra Italia— la tortura se volvía más feroz. A Hebe Cáceres la estaban interrogando justo antes del encuentro. La dejaron para ir a verlo. La furia de la derrota la descargaron contra ella y otros detenidos.

“Era muy siniestro esto, porque muchos acababan de ser torturados o estaban en proceso de serlo”, dice Villani. “Algunos ya y otros dentro de algún tiempo estaban condenados a un traslado y estaban ahí mirando un partido y gritando los goles. No los obligaban a gritar los goles, pero toda esta gente si no hubiese estado prisionera, habría estado en su casa o en la cancha mirando el partido”.

Pero no estaban en la cancha. Estaban en el centro clandestino frente a un televisor robado a los propios prisioneros. “Yo pensaba que era cuestión de tiempo que estuviera muerto —relata Villani— y que ese televisor que estaba ahí no era más que una ventana hacia un mundo hacia el cual ya no tenía más acceso.”