El Tigre Acosta entró gritando “ganamos, ganamos”.

“Si ellos ganaron, nosotros perdimos”, pensé.

Todos éramos prisioneros. Desde hacía días, semanas, meses, años, el grupo de tareas recluía secuestrados en el Casino de Oficiales durante tiempos variables.

Foto tomada por la Conadep en 1984 (Memoria Abierta).

“Tenemos todo el tiempo del mundo”, afirmaban. Y así era. También en junio del ‘78. Tenían tiempo y poder. Poder para matar y poder para no matar, para dejar vivir. Matar en la sala de torturas, al día siguiente, al mes, incluir en la próxima lista de “traslados”. Poder para dejar vivir unos días, a veces años. Poder para devolver a unos pocos al mundo que seguía del otro lado de las rejas de la ESMA. Ese poder incluía otro poder: seleccionar entre los cautivos en el centro clandestino a algunos —pocos, muy pocos— para ensayar sobre ellos el “proceso de recuperación” y usarlos como mano de obra esclava. Mientras la mayoría permanecía en silencio, inmóvil, engrillada, esposada, encapuchada, en Capucha, en Capuchita, hasta en el sótano, en ese mismo sótano, en el Dorado, en la Pecera, los “seleccionados” —siempre temporarios, ahí todo podía cambiar según la voluntad de los seleccionadores— debíamos realizar las tareas que nos ordenaban: escribir a máquina, arreglar desperfectos, leer y resumir información de prensa, falsificar documentos. Accedíamos a diarios y revistas, hablábamos entre nosotros, y hasta podíamos ver televisión en horarios autorizados.

Yo dormía en Capucha, y hacía trabajo esclavo en la Pecera: escribía a máquina. Hablábamos sobre el Mundial 78, sabíamos las fechas, que en el exterior organizaciones de solidaridad y hasta algunos equipos habían discutido si había que boicotearlo o no. Fue un tema controvertido: la oposición al boicot se fundamentaba en que el fútbol era una pasión popular que era imposible desconocer, que una actitud como esa iba a provocar rechazo en el pueblo, que no se iba a entender. Quienes estaban a favor argumentaban que había que impedir que la dictadura mostrara una cara supuestamente popular y le sacara provecho. Era un dilema parecido al que aparece cuando se habla de las olimpíadas durante el nazismo.

Afiche por el boicot al Mundial hecho en Francia (El Topo Blindado).

En las publicaciones extranjeras podíamos ver señales de esas discusiones, por ejemplo denuncias sobre la situación del país donde se jugaría el Mundial, comunicados que cerraban con la consigna “Argentina campeón, Videla al paredón”. Montoneros, por ejemplo, decidió no boicotear y sí aprovechar esos días para extender la campaña de denuncias, incluso —esto lo supe mucho tiempo después— hizo una especie de “protocolo” —diríamos con el lenguaje actual— con los alcances y restricciones que tendrían las acciones armadas que iban a llevar adelante.

Pero el Mundial 78, además del dilema que anoto más arriba, multiplicaba peligros: la militancia que seguía resistiendo en la clandestinidad acá —igual que los organismos de derechos humanos— iba a aprovechar la cantidad de periodistas extranjeros que llegarían, para denunciar ante ellos los crímenes de la dictadura, para que se pudiera romper el cerco de silencio desde adentro mismo de la Argentina. Y obviamente, también los milicos lo sabían, entonces iban a aprovechar la oportunidad para seguir de cacería. Y también iban a volver compañeros que estaban afuera, precisamente para participar de operativos y para denunciar.

No lo hablábamos entre nosotros, los prisioneros; el alerta sobre qué decir y a quién era permanente. Pero era, seguro, un temor compartido: que la vulnerabilidad de los compañeros y compañeras que estaban en libertad fuera todavía mayor. Además, seguro que les gustaba el fútbol, a lo mejor hasta planeaban alguna volanteada en un partido... Eso también lo sabían los marinos; para ellos cualquier acontecimiento en el que se reuniera gente, por ejemplo un circo, una cancha, podía juntar “blancos” potenciales.

Los secuestrados, aun en ese mundo subterráneo, desaparecido del exterior, también hablaban de fútbol, de los jugadores, de César Luis Menotti. Acerca de él las disquisiciones eran larguísimas: que si era verdad que tenía cercanía con el Partido Comunista; que tenía una concepción del fútbol más de grupo, no de individuos, y paradójicamente los milicos, que habían prohibido la teoría de conjuntos porque “juntarse” era una amenaza para el occidente cristiano, no se habían dado cuenta de eso... Yo no abría la boca, no tenía la menor idea de cuál era la estrategia de Menotti, ni lograba entender —todavía hoy no lo entiendo- cómo sobre si el esquema tenía que ser “4, 4, 4, 3, 3, 3”, o algo así, se pueden estar hablando horas.

Los días de partido marcaron, de alguna manera, el ritmo de lo que sucedía en el campo de concentración. El grupo de tareas intensificó su actividad criminal: los malditos “paseos” se multiplicaron. Paseos: salían en auto, llevando a algún prisionero de quien pretendían que si veía a algún compañero, lo “marcara”. Terminales de micros, aeropuertos, llegada de “alíscafos”, estaciones de trenes... Allí una patota al acecho y un cautivo durante horas, en un “estático”. Esos días volvieron casi siempre con las manos vacías. Fue entonces que me sacaron por primera vez: en la caja metálica de una camioneta que llamaban “Swat”, acondicionada para torturar ahí mismo, en la camilla atornillada al piso. La Swat circulaba por toda la ciudad a la pesca. Volvió como salió: con una única cautiva, yo. Otra vez me llevaron a un bar que estaba en Paraná y Sarmiento. Enfrente, en el Centro Cultural San Martín se reunía la prensa, y los del grupo de tareas pensaban que algún militante podía acercarse a hablar con periodistas extranjeros.

Un plus de horror el tiempo del Mundial.

Un día, varios secuestrados estábamos hablando en el cuarto del fondo de la Pecera y se escuchó un ruido. Alguien dijo “un trueno”. "Ma’ qué trueno —dijo el Pelado Jaime—, eso fue un cohetazo." Tenía razón, Montoneros había disparado contra el “Cuatro Columnas”, y dicen que acertó ahí donde está escrito “Escuela de Mecánica de la Armada”.

Los partidos los veíamos en un televisor blanco y negro que estaba en la última oficina, a la derecha de la Pecera. No puedo aventurar qué pasaba por dentro de cada compañero, pero en esas horas era como si entráramos en una especie de burbuja.

—¡Dale!

—El Beto Alonso...

—Pero Kempes...

—Luque.

—Ardiles.

—Dale, dale, César Luis —cuando enfocaban a Menotti.

El oficial encargado de la Pecera era el teniente de navío Juan Carlos Rolón, alias “Niño”. Era muy futbolero, sobre “el Beto” Alonso mantenía largas parrafadas con sus prisioneros.

A los desaparecidos que estaban las veinticuatro horas recluidos en Capucha el Mundial les “llegaba” en los gritos de la cancha cuando se jugaba en River. Tan cercana, y a años luz de la Esma.

El día de la final, hasta yo me sumergí en la lógica de la burbuja. Cuando terminó el partido, gran algarabía... Eufórico, y gritando “ganamos, ganamos”, entró Acosta. Les dio la mano a los varones y a las mujeres un beso.

La certeza se me hizo de plomo: “Si ellos ganaron, nosotros perdimos”.

Al rato, un “verde” nos nombró a varios y dijo “prepárense para salir”. A mí me subieron a un Peugeot 504 verde en el que iban el prefecto Héctor Febres, alias “Selva”, y el suboficial Mendoza. El auto dobló en Cabildo hacia el centro. Yo no podía creer semejante multitud gritando, saltando feliz. Me asfixiaba. Le pedí permiso a Febres para asomarme por el techo “para mirar cómo festejan”. Me paré y vi. “Si me pongo a gritar que soy una desaparecida, nadie me va a dar pelota”, pensé mientras lloraba.

Foto tomada por la Conadep en 1984 (Memoria Abierta).

Había tantos autos que no podían seguir avanzando, entonces dieron la vuelta y enfilaron para Martínez, hasta una parrilla sobre Maipú, donde seguía ese fervor popular que hubiera merecido otro acontecimiento. Ahí, en la misma mesa, torturadores y torturados. Otra vez la asfixia. Pedí permiso para ir al baño. Ahí adentro, con la puerta bien cerrada, empecé a escribir con un lápiz de labios sobre los azulejos: “Milicos asesinos, Massera asesino, vivan los montoneros”. Volví a la mesa. Volví a ser una prisionera, y quería volver a Capucha. Conocía más la horrible lógica del mundo subterráneo que lo que estaba viendo afuera.

Eso era la soledad: saber que, si gritaba que era una desaparecida, nadie me iba a dar bolilla.